“Life is better lived together than alone” o “cómo la frase de una artista al presentar su canción es la inspiradora de esta entrada de blog” (Ella Eyre – Together).

Así podría seguir, entrecomillando frases de canciones, de gente conocida, u otras que nadie sabe de dónde han salido pero que todos conocemos, del tipo: “quédate con quien…”, “si…, merece la pena”.

Al final, ¿de qué nos sirve toda esta lista de palabras estructuradas a modo de frases-consejo, a parte de para pensar durante medio minuto lo muy de acuerdo que estamos con ellas? ¿Nos hacen cambiar aunque sea un ápice nuestra manera de ser o de ver la vida?

Una de las cosas que hacen que el mundo sea atractivo es la dicotomía entre universalidad y diversidad; algo más complejo de escribir que de entender. Incluso algo tan universal como la personalidad (todos tenemos una), en la práctica se manifiesta de maneras más que diversas. Por ese motivo, lo que nos hace únicos nos define, pero no debería encasillarnos hasta el punto de que nos aísle de quien nos rodea.

A quienes forman parte de nuestra vida no sólo por el hecho de saber nuestro nombre sino que además sacan lo mejor de nosotros, siendo igual a la inversa, los llamo «acompañantes vitales». Son igual de necesarios para nosotros que la vida misma porque, sin ellos, la vida no tendría sentido.

Qué bonito es conocer a gente con una manera de ser diferente a la nuestra y sentir que realmente es eso lo que la mayoría de veces buscamos: alguien que nos enseñe que en el camino de la vida, para llegar a 4 el 2+2 está bien, pero tal vez el 3+1 nos aporte algo diferente y nos haga sentir que el recorrido valió la pena.

El destino nos pondrá a muchas personas por delante. Atrás quedarán aquellas que intentan tener contacto con nosotros simplemente para sacar un beneficio o las que, borrachas de ego, se alegran de nuestros fracasos y mueren de rabia al ver nuestros logros.

Como únicos dueños de nuestra vida, merecemos tener sólo a esos acompañantes vitales en ella y cuando los encontramos no deberíamos dejarlos ir.

Nunca.

© Natalia Fuster