¿Por qué decimos las cosas por escrito y no cara a cara? Seguramente porque cara a cara sabemos que, una vez que expresamos algo, automáticamente pasamos a ser los únicos dueños de nuestras palabras, y no nos gusta. No queremos sentir la presión de que algo que decimos pueda tener unas consecuencias tal vez no deseadas.
 Ese hecho intimida hasta el punto de provocar un miedo que a momentos nos hace incapaces de articular cualquier sonido de manera coherente. Y es entonces cuando optamos por callar. Callar y pensar en todo lo que diríamos; aquello que nos preocupa y no nos deja avanzar, por ejemplo, en una relación sentimental, de amistad… hasta que un día estallamos, empezamos a hablar sin control y, como una bomba de relojería, después de eso ya es demasiado tarde. No queda nada en pie.
Lo único bueno es que, si lo construido entre las dos personas es lo suficientemente fuerte —y sólo si es así—, al final la frase “destruir para volver a construir de nuevo y mejor” cobrará un sentido que tal vez hasta ese momento desconocíamos. En caso contrario, aquello ínfimo que nos unía a la otra persona se esfumará y posiblemente no lo recuperaremos jamás.

En otro orden de cosas, a las conversaciones a través de una pantalla les pasa lo mismo que a nuestras fotos de Instagram cuando decidimos usar los famosos filtros: las embellecemos de manera innecesaria la mayoría de las veces sólo para que otras personas les den el mismo valor que tienen para nosotros. Pero no hay que olvidar que aquella puesta de sol, esa foto de grupo, esa conversación de amigos durante horas o ese beso con quien quieres sólo fueron posibles porque estuvisteis ahí, en ese momento, con esa compañía.

Sólo espero que, después de leer este cúmulo de pensamientos (in)coherentes, cojáis vuestro teléfono, sí, pero para llamar a alguna de esas personas que os importan y quedar con ella para tomar un café y hablar, ya sea de la vida, de vuestros proyectos o, incluso, de vuestras preocupaciones…

Porque todos, en el fondo, seamos como seamos, necesitamos sentir y saber que alguien está dispuesto a brindarnos su presencia y compartir con nosotros algo que nunca recuperará: su tiempo.

 © Natalia Fuster