Luz verde. Vibración. Sonido. Notificación. Nervios. Ansiedad por responder si tenemos el móvil a mano y estamos ahí.
Estamos ahí, pero ¿de verdad lo estamos? Leemos para después contestar y cumplir con nuestra ‘obligación’; esa que, casi sin darnos cuenta, nos impone el sistema. Y nunca tenemos tiempo para nada. O sí, pero qué más da.
La hiperconexión nos desconecta de la realidad.
– ¡Te tengo que contar algo!
– Ay, ¿cuándo nos vemos?
– Te mando audio y te cuento.
Da igual si le acaban de pedir matrimonio, si ha adoptado un perro o ha aprobado unas oposiciones. El anhelo de inmediatez desvirtúa el camino natural de cualquier mensaje y, por consecuencia, también las reacciones emocionales posteriores.
La tecnología nos rodea. Aceptémoslo. Saquémosle todo el partido hasta que no podamos más, pero no dejemos que nos ahogue.
Las redes sociales, por ejemplo, son arenas movedizas. Tienen apariencia inocua, incluso atractiva y algo morbosa. Te introduces en ellas esperando ser el protagonista de un hilo continuo de emociones, pero sin embargo cada día te vuelves más egoísta, menos empático, más narcisista y menos autocrítico.
Y cuando quieres darte cuenta, te sorprendes a ti mismo pasando el tiempo entre paredes y aire cargado. Eso sí, hiperconectado, con un montón de amigos, colegas y compañeros de zasca. Camarada tan efímera como inútil.
Me da miedo lo que abunda en una parte de la red. Crítica sin fundamento; burla para entretenimiento propio; infravaloración y banalización, hasta el extremo, de los hechos que leemos, que escribimos, que nos cuentan…
No podemos controlar lo que la tecnología provoca en otros, pero sí limitar lo que no queremos que nos haga a nosotros. Dejemos de refugiarnos en tuits y elijamos a personas. Dejemos de prestar atención a estímulos externos cuando estamos cara a cara con alguien.
Una mirada transmite más que todos los caracteres del mundo. Levantemos la cabeza y recuperemos el control de nuestro tiempo y de la vida real… mientras no sea demasiado tarde.

© N. Fuster (Ámsterdam, 2017)
—
© Texto y fotografías: Natalia Fuster (2019)