No sabía qué tenía, pero cada 44 días sin verlo se le hacían eternos.
Le gustaba más el plan A que el B. Necesitaba esa adrenalina de quien se sabe competente en lo que domina, pero no imaginaba que a veces, y simplemente por no haberlas previsto, las segundas opciones traen sorpresas inesperadas.
Rodeada de glorias y egos, pero más compañeros que otra cosa, ahí estaba ella esas dos semanas. Trabajaba en silencio. Constante. Impasible, y a la vez perspicaz. No desaprovechaba las situaciones que pudiesen generarle un aprendizaje: preguntaba, hablaba claro y sin reservarse. Había controlado su personalidad durante demasiados años.
A pesar de todo, había algo que seguía sin poder controlar: los nervios y las emociones. Eso sí, los llevaba por dentro, como siempre, y empezaban justo al oír esos tres toques a la puerta que, cortésmente, sólo hacía él.
Hay un tipo de información, más allá de la puramente periodística, que también es necesaria, y su dosis diaria llegaba, durante media hora, en esa ínfima habitación presidida por una nevera que, por cierto, cada día veía más pequeña. Honestamente, ese lugar le generaba una tranquilidad tan grande como la que se esfumaba cuando compartía mesa con él. El olor a café impregnaba ese pequeño rincón, confidente de palabras banales, conversaciones pasajeras o momentos de silencio absoluto… y, sin ser demasiado consciente, poco a poco había ido conformándose otro motivo por el que ser un poco más fan de la opción B.
Entre postres eternos y excusas por cruzar las puertas que separaban sus dos búnkers, pasaban los días. Tenía cada vez más claro que no era un simple capricho sino un interés personal real, porque, para empezar, no era chica de caprichos. Igual por eso seguía emocionándose con las películas románticas americanas, que dejaban de banda su apariencia formal y de chica dura.
En pocas ocasiones dejaba entrever su faceta sentimental en público, pero ese día debía hacerlo, y delante de un micro. Sonreía vergonzosa, pero no por enfrentarse a la novedad sino por tenerlo a él al otro lado del cristal. La mayor prueba de fuego llevaba su voz. La de los dos. La de él, directamente a sus oídos, y la suya propia. “Casi preferiría cantar”, comentaba tras apenas 4 minutos de pecera.
Era consciente de que algún día debería ser ella la que diese los pasos sin miedo, sin especular, sin papeles escritos que le solucionasen la falta de confianza en si misma… Y es que sin hacer ruido, había despertado en ella una curiosidad ansiosa.
Ilusión.
Era una ilusión inocente.
De hecho, no esperaba nada.
O tal vez sí: saber su nombre.
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